martes, 17 de enero de 2023

TIEMPOS DE FERIAS

 

TIEMPOS DE FERIA.
Memoria de las ferias de otoño, en la provincia

 

    Cualquier estudio que tomemos en torno a las ferias, nos dirá que los precedentes más remotos en cuanto a estas manifestaciones comerciales se refiere se encuentran en la celebración de mercados especiales junto a los templos en las ciudades de la antigua Grecia.

 


 

   También nos dirán que las más antiguas que se celebran en España son las de Belorado (Burgos), y en la provincia de Guadalajara, documentadas al menos, las de Brihuega, que se remontan al año de gracia de 1215.


 

    La concesión de una feria suponía el rápido florecimiento industrial y mercantil del centro urbano en el que se desarrollaba, por lo que en muchas ocasiones los reyes otorgaron el privilegio de celebrar uno de estos mercados a lo largo de varios días a localidades recién reconquistadas como forma de favorecer su repoblación; así, en el siglo XIII se produjeron numerosas concesiones como consecuencia del avance experimentado por la Reconquista, y comenzaron a celebrarse muchas de las hoy conocidas que, todo sea dicho, han pasado a la historia. Pues aquellas ferias de las que hablamos, en las que las transacciones principales tenían relación con el campo, la agricultura, la ganadería y el comercio a pequeña escala, han desaparecido.

   A pesar de ello tuvieron su tiempo y fueron, en su tiempo, el origen en no pocas ocasiones de la prosperidad de muchos de nuestros pueblos; tanto que obtenida una primera concesión solicitaron una segunda, de manera que hubo ferias de primavera, y ferias de otoño. Cada una de ellas con su comercio, y con su negocio. Las de primavera abastecían de las necesidades propias a los agricultores para las labores del campo; las de otoño, si la cosecha fue buena, llenaban la bolsa de los feriantes, al tiempo que cobraban lo que se dejó a deber en la anterior.

   Ferias que en numerosas ocasiones se entremezclaron con los mercados, y que en otras crecieron a partir de ellos, como sucedió en Alcocer, población a la que Alfonso X concedió privilegio para su celebración coincidiendo con San León, el 23 de octubre de 1252, y que celebró desde aquellos días, y hasta la entrada de la década de 1960, los días 21, 22 y 23 de febrero.

   No tenían demasiado éxito las ferias invernales. El frío, el agua y la nieve restaban concurrencia a los feriales y tal vez por ello se pidió la segunda oportunidad, para septiembre u octubre. Lo hizo Atienza, que celebraba las de invierno-primavera después de la Pascua, y comenzó a celebrarlas, a partir de 1799, del 15 al 23 de septiembre.

 

 

FERIAS Y MERCADOS DE GUADALAJARA. Un libro que cuenta su historia y desarrolo, aquí


   Almonacid de Zorita la celebró en la segunda semana de septiembre; seguido por Brihuega, que le tomaba el relevo, para hacerlo del 14 al 16, hasta mediados del siglo XIX que decidió cambiar a los mismos días del mes de octubre, manteniendo una invernal en los últimos días de febrero, por delante de la de Tendilla. Y en Cifuentes, desde que obtuvo la concesión en el mes de julio de 1767, se celebran las ferias de Todos los Santos del 28 al 30 de octubre. Mediado el mes de septiembre se celebraba en Cogolludo

   Se celebraron grandes ferias en Guadalajara en distintas fechas y meses, estableciéndose a partir de 1877 entre los días 14 al 17 de octubre, con gran ferial de ganado entre el Paseo de San Roque y el camino del Chorrón, y declarándose como abrevaderos las fuentes de Santa Ana, Alamín, la Concordia y San Roque. Así se celebraron hasta 1941 que se pasaron al mes de septiembre, para hacerlas coincidir con las fiestas de la Virgen de la Antigua, y cambiando el ferial de ganado a la Huerta de la Limpia.

   Ferias de primavera y otoño celebró Hiendelaencina en el apogeo de su plateresca prosperidad; las de primavera entre el 22 y el 24 de mayo; las de otoño del 16 al 19 de septiembre para competir con las atencinas, con las que, desde mediado el siglo XIX, entabló competencia, y ambas localidades perdieron. En Trillo también tenía lugar la feria en estos mismos días.

   En Hita se celebraron, desde el siglo XV, coincidiendo con San Miguel, el 29 de septiembre. Horche las celebró desde 1842 entre el 10 y el 14 de octubre, y desaparecidas estas se retomaron en los primeros años de la década de 1940 en coincidencia con San Miguel de septiembre, pero no cuajaron. Al contrario de lo que sucedió en Jadraque, donde sus ferias de septiembre, en torno a San Mateo, llegaron a estar entre las más populares y concurridas de la provincia.

   También Maranchón se sumó al mundo de las ferias en los inicios del siglo XIX, celebrándola desde 1805 con motivo de la festividad de la Virgen de los Olmos, en torno al 8 de septiembre. Su vecino Milmarcos celebró las de San Martín el 11 de noviembre; en torno a San Francisco, 4 de octubre, se celebraron tradicionalmente en Molina de Aragón, al igual que en Sigüenza, que también las tuvo de primavera; por San Andrés, 30 de noviembre, en Mondéjar; y en la tercera semana de octubre se terminaron celebrando las de Pastrana, autorizadas las otoñales desde 1869.

   Cantalojas, en el último rincón de la Serranía, subió al carro de las ferias en 1948, celebrándola del 12 al 14 de octubre; así lo anduvo haciendo hasta la década de 1960, en que sucumbió a la emigración y mecanización del campo, para retomarla en 1985, concretándola en un solo día, en torno al 12 de octubre. También en 1948, tras un siglo de suspensión, se retomaron las de Pareja, entre el 8 y el 10 de septiembre. Por las mismas fechas, y desde época medieval, se celebraron en Tamajón.

   Un año antes que Cantalojas, en 1947, logró su concesión El Cardoso de la Sierra, celebrándola, durante algunos años, y hasta su desaparición, como la mayoría de ellas en la década de 1960, del 6 al 8 de septiembre.

   Tres años después, a partir de 1950, comenzaron a celebrarse en la última localidad de la provincia que obtuvo esta concesión, Driebes, señalándose los últimos días de septiembre y primeros de octubre para llevarlas a cabo, y en donde se comercializó, principalmente, el esparto.

   Taracena fue población que no gozó de privilegio de feria, pero durante algunos años, en el primer tercio del siglo XIX, al encontrarse a medio camino entre Torija, cuya feria tenía lugar en torno al 18 de octubre, y Guadalajara, en coincidencia con las que se celebraban en estas, en sus alrededores se reunían tratantes y comerciantes para llevar a cabo sus transacciones y evitarse pagar los impuesto correspondientes en los otros lugares del camino, hasta que intervinieron los gobiernos, municipales y civiles, y la desbarataron en 1845.

    Luego estaban las ferias de marzo, de abril y mayo. Entre junio y los primeros días de septiembre quedaban en suspenso. Estos meses los agricultores se dedicaban a la labor del campo. Y entre medias los mercados, a celebrarse todos los días de la semana, domingos incluidos a pesar del disgusto del clero, en cualquier parte del orbe provincial.

   Mercados que al igual que las ferias comenzaron a ser regulados, primeramente a través de los fueros locales, de lo que nos queda amplia referencia en el Fuero de Brihuega, y más tarde, generalmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se dota de poder suficiente a los ayuntamientos para que los establezcan de conformidad con las leyes municipales que por entonces se dictan, o a través de las propias ordenanzas municipales, cuando las tuvieron.

 


 FERIAS Y MERCADOS DE GUADALAJARA. Todo un mundo por descubrir aquí mismo

   Pero a las ferias no sólo iba el campesino, usuario mayoritario de las de granos y ganados, a comprar o vender. A ellas también se acudía a relacionarse y, por supuesto, a conocer los avances de la industria y, por qué no, compartir experiencias en cuanto a cultivos o ganados con otros ganaderos y agricultores.

   Son igualmente las ferias y mercados, en épocas señaladas, lugares para la contratación de agosteros, temporeros, mozos o pastores; desarrollándose a su alrededor toda una pléyade de oficios, entre los que no pueden faltar los del esquileo de mulas, o el herraje de las caballerías.

   A la feria, por lo general, no falta el aladrero –constructor de arados-; el hocero –fabricante de hoces-; el albardero –de albardas-; e incluso el albarquero –de albarcas-. Ni el chalán, tratante, muletero o mediador que, a cambio de unas monedas, tratará de poner de acuerdo a comprador y vendedor en el negocio de la adquisición de compra-venta de ganado. Oficios estos, y muchos otros, para el recuerdo.

   Ahora la inmensa mayoría de ellas son historia. Historia recogida en un libro que hace recuerdo de lo que de ellas fue. Al menos para que no se borre su memoria.

 


Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 9 de octubre de 2020

 


 EL VALLE DE LA SAL. LA NOVELA (Pulsando aquí)

 



Arrieros, muleteros y mercaderes; ferias y mercados, en la Serranía de Atienza (Guadalajara) La arriería era la antigua forma de comercio basada en el continuo trajinar de la persona que la llevaba a cabo, el arriero, que portaba productos de los que carecía una determinada zona, en la cual obtenía otros para portearlos a los restantes sitios a los que viajaba y visitaba. 



Fue uno de los principales medios de comercio a los que se dedicó una gran parte de hombres de la villa de Atienza (Guadalajara), así como de la comarca de la Serranía de su nombre. Para llevar a cabo el trajineo de productos utilizaban como medio de transporte las mulas, a cuya cría también se dedicaron, recorriendo con ellas ferias y mercados, tanto de la comarca como de fuera de ella. 

En el presente trabajo recordamos sus andanzas, así como la constitución de su Hermandad medieval, cuyos orígenes se remontan al siglo XIII, ampliando el trabajo con la reseña de las ferias y mercados comarcanos, que fueron recorridos por todos ellos.
 

LAS FERIAS DE COGOLLUDO Y SU ENTORNO

Las ferias de Cogolludo y su entorno

Un acercamiento a su celebración

   La feria, según las enciclopedias, es una institución mercantil de periodicidad generalmente anual o bianual. En la que se realiza la contratación de la compra venta de todo tipo de productos, y que está dotada de un régimen jurídico particular que reglamenta su funcionamiento
   Las ferias fueron, a lo largo de la historia, un motor económico para los pueblos que las celebraron, así como para sus comarcas, al tiempo que una fuente de ingresos para el concejo o a través de este para el señor de la tierra.
   Desde su establecimiento, se celebraron ferias a lo largo y ancho de España, y de la provincia de Guadalajara, hasta épocas recientes, tal y como recordamos las ferias primitivas. Habiendo quedado, al día de hoy, reducidas en la mayoría de los casos a una, o unas jornadas festivas, en las que se recuerdan oficios primitivos.
   La historia de la actual provincia de Guadalajara nos lleva a recordar que la feria provincial más antigua fue la de Brihuega, que viene de 1215. La de Cifuentes es concesión de Fernando III en 1242, y en Tamajón conservan el documento real signado por Alfonso X, en 1259, autorizando la feria.
   Tras estas, parejas en el tiempo, llegarían muchas más.
   A través de las páginas siguientes nos acercaremos a la feria y mercado de Cogolludo y de las poblaciones serranas de su entorno.

 
 

LA FERIA DE JADRAQUE



La Feria de Jadraque

Un acercamiento a su desarrollo


   La feria, según las enciclopedias, es una institución mercantil de periodicidad generalmente anual o bianual. En la que se realiza la contratación de la compra-venta de todo tipo de productos, y que está dotada de un régimen jurídico particular que reglamenta su funcionamiento
   Las ferias fueron, a lo largo de la historia, un motor económico para los pueblos que las celebraron, así como para sus comarcas, al tiempo que una fuente de ingresos para el concejo o a través de este para el señor de la tierra.
   Desde su establecimiento, se celebraron ferias a lo largo y ancho de España, y de la provincia de Guadalajara, hasta épocas recientes, tal y como recordamos las ferias primitivas. Habiendo quedado, al día de hoy, reducidas en la mayoría de los casos a una, o unas, jornadas festivas, en las que se recuerdan oficios primitivos.
   La historia de la actual provincia de Guadalajara nos lleva a recordar que la feria provincial más antigua fue la de Brihuega, que viene de 1215. La de Cifuentes es concesión de Fernando III en 1242, y en Tamajón conservan el documento real signado por Alfonso X, en 1259, autorizando la feria o el mercado.
   Tras estas, parejas en el tiempo, llegarían muchas más.
   A través de las páginas siguientes nos acercaremos las ferias y mercado de Jadraque cuyos orígenes se remontan, al parecer, al siglo XVI.


 EL LIBRO, PULSANDO AQUÍ
 
 

LA FERIA DE BRIHUEGA

LA FERIA DE BRIHUEGA

Un acercamiento a su historia

   La feria, según las enciclopedias, es una institución mercantil de periodicidad generalmente anual o bianual. En la que se realiza la contratación de la compra venta de todo tipo de productos, y que está dotada de un régimen jurídico particular que reglamenta su funcionamiento



   Las ferias fueron, a lo largo de la historia, un motor económico para los pueblos que las celebraron, así como para sus comarcas, al tiempo que una fuente de ingresos para el concejo o a través de este para el señor de la tierra.
   Desde su establecimiento, se celebraron ferias a lo largo y ancho de España, y de la provincia de Guadalajara, hasta épocas recientes, tal y como recordamos las ferias primitivas. Habiendo quedado, al día de hoy, reducidas en la mayoría de los casos a una, o unas jornadas festivas, en las que se recuerdan oficios primitivos.





 

MARANCHÓN, Y SUS MULETEROS


MARANCHÓN, Y SUS MULETEROS

   Al menos desde finales del siglo XVII, y hasta mediada la década de 1950 del siglo XX, la provincia de Guadalajara tuvo entre sus gentes a un numeroso grupo de personas que se dedicaron al trato o la compra-venta de animales de labor; a la arriería así como a la cría y venta de ganado mular, asnal y caballar.



   Tratantes y muleteros que pasaron a la épica literaria a través de la pluma del insigne literato Benito Pérez Galdós, quien glosó en sus Episodios Nacionales, haciéndose eco de las crónicas periodísticas de la época, a los famosos “muleteros de Maranchón”, como han pasado a la historia; en realidad, tratantes de ganado mular. La descripción que de ellos nos hace Galdós en su Narváez es, quizá, una de las mejores definiciones de su tiempo, teniendo en cuenta que se escribió en los inicios del siglo XX, refiriéndose a la función comercial que estas gentes desarrollaban a mediados del siglo XIX, cuando la escena tiene lugar.
 

GUADALAJARA, FERIAS Y MERCADOS

GUADALAJARA, FERIAS Y MERCADOS



La feria, según las enciclopedias, es una institución mercantil de periodicidad generalmente anual o bianual. En la que se realiza la contratación de la compra venta de todo tipo de productos, y que está dotada de un régimen jurídico particular que reglamenta su funcionamiento

   Las ferias fueron, a lo largo de la historia, un motor económico para los pueblos que las celebraron, así como para sus comarcas, al tiempo que una fuente de ingresos para el concejo o a través de este para el señor de la tierra.






  Desde su establecimiento, se celebraron ferias a lo largo y ancho de España, y de la provincia de Guadalajara, hasta épocas recientes, tal y como recordamos las ferias primitivas. Habiendo quedado, al día de hoy, reducidas en la mayoría de los casos a una, o unas jornadas festivas, en las que se recuerdan oficios primitivos.

   La historia de la actual provincia de Guadalajara nos lleva a recordar que la feria provincial más antigua fue la de Brihuega, que viene de 1215. 

La de Cifuentes es concesión de Fernando III en 1242, y en Tamajón conservan el documento real signado por Alfonso X, en 1259, autorizando la feria.
 
 

 

HIENDELAENCINA, UNA IGLESIA DE PLATA

 

 HIENDELAENCINA: UNA IGLESIA DE PLATA

Se cumplen ciento setenta años de la consagración de la iglesia de Santa Cecilia, en la población minera

 

   Prácticamente duró un día entero el viaje que, desde Sigüenza, en carretela y acompañado por una buena parte de los entonces hombres de bien de la iglesia seguntina, llevó a cabo el obispo diocesano, don Joaquín Fernández Cortina.

   Probablemente el aspecto de los lugares por los que fue pasando pudieron recordarle a su tierra natal de Asturias, puesto que desde Sigüenza atravesó una parte del valle del Salado antes de introducirse en el inmenso barrancal minero de Hiendelaencina.


 

   Eran los años del auge minero. De la fiebre de la plata, no sólo en el entorno de aquellos pizarrales bajo los que cualquiera estaba dispuesto a descubrir el gran filón que multiplicase las inversiones; también se extendían, porque la culebrilla plateada lo hacía, a través de las faldas entonces míseras y raídas de hambre del Alto Rey de la Majestad; por Zarzuela, Villares, Prádena, Gascueña, y más allá. A las gentes de estas tierras, y a las de las tierras cercanas, se les abrió el apetito y soñaron con que podían hacerse ricos. Inmensamente ricos, por ello algunos de ellos pidieron préstamos con los que comenzar una aventura minera y, claro está, lo perdieron todo. Alguien escribió que, por aquellos días y estas tierras, muchos hombres echaron la moneda al aire, y en el aire se quedó.

 

Hiendelaencina, el pueblo de la prosperidad

   Apenas habían pasado media docena de años desde que el filón de plata descubierto por don Pedro Esteban Górriz comenzó a generar prosperidad. Don Pedro Esteban Górriz se hizo rico en este tiempo, y también el principal de sus socios, don Antonio Orfila y Rotger. Ambos se encontraban aquel sábado 22 de noviembre de 1851 en la nueva plaza de Hiendelaencina. Una plaza, y un pueblo que, al decir de la prensa del momento, crecía a ritmos acelerados, porque era uno de los puntos más codiciados por españoles y extranjeros.

   En aquellos años la población se había multiplicado de tal forma que andar por las calles de Hiendelaencina en día de mercado era como hacerlo por la plaza Mayor de la capital del reino, en hora punta.

   Al Señor Obispo, don Joaquín Fernández Cortina, sin duda que le debió de impresionar todo aquello. Era la vez primera que visitaba la población, de la que tanto y bueno se escuchaba hablar por todas partes. Pocas poblaciones en el obispado podían entonces presumir de levantar una iglesia de nueva planta sin recurrir a los siempre engorrosos empréstitos; al rogar de puerta en puerta en la que conseguir fondos para prevenir el hundimiento de la techumbre o la espadaña.





 

   En Hiendelaencina se levantaba una iglesia, de nueva planta, con dinero contante y sonante aportado por los ricos mineros que, en apenas media docena de años, se enriquecían a la vista de todos, y a manos llanos. Y es que la primera hornada de la tierra, la mejor y más fresca, lo permitía.

 

La nueva iglesia

    Es de suponer, aunque nada claro está, que aquella nueva iglesia se levantaba sobre la antigua. Que debió de ser románica, de los primeros años de la reconquista de esta tierra, cuando allá por los siglos XI o XII las huestes armadas de don Alfonso, rey de Aragón, avanzaron conquistando esta parte de Castilla. Una iglesia que ni conocieron los Carrillo, señores de la tierra a partir del siglo XV, ni los Mendoza, también dueños de ella dentro del mismo siglo, como lo continuaban siendo entonces. Algo de parte, tal vez, tenían en la nueva urbanización de la población minera, puesto que don Antonio Orfila Rotger ostentaba, entre sus numerosos cargos, el de administrador de los Duques del Infantado; además su residencia oficial se encontraba en el emblemático palacio de Guadalajara, aunque don Antonio fuese uno de los mallorquines más conocidos de su tiempo.

   Por aquellos días, frente a la nueva iglesia se levantaba sus casas, que ya sabemos que se dijo que en ellas podían vivir holgadamente unas cuantas familias, y que eran de lo mejor de Hiendelaencina; tal que si fuesen un elegante palacio.

   De la primitiva iglesia hay constancia de solicitud de obras a fines del siglo XVII, en 1690, aunque no sitúan el edificio en lugar conocido, que algunos estudiosos de la población minera señalan en el entorno de la conocida como “Plaza de las Cabras”.

   Por aquel tiempo, 1690, la iglesia requería obras porque se había hundido la techumbre de la capilla mayor, y el mismo riesgo corría el resto del edificio. El proyecto entonces, puestos a reformar, decía que se había de levantar la nave central al menos una vara, ya que cuando por el interior del templo tenían que alzarse cruces y estandartes estos daban, prácticamente, en el techo. Fue este, el siglo XVII, el de las grandes obras en muchos templos provinciales que los transformaron por completo. Las iglesias primitivas, aquellas románicas que surgieron tras la reconquista, eran como las gentes que acudían a ellas, más achaparradas que las que a partir de estos siglos se nos presentaron.

   Claro está que mientras se hacían aquellas obras nuevas en la iglesia vieja, los vecinos de Hiendelaencina tuvieron que contentarse con escuchar los oficios en la ermita, y allí no cabían todos. Y las obras, cuentan las crónicas, se prolongaron más de la cuenta, porque era mucho lo por hacer, y poco lo que se tenía para pagar, con lo que los constructores, ante el riesgo que suponía hacer la obra y no cobrar, se marcharon a otra parte. El cura párroco de aquellos tiempos, don Pedro Cortezón, pasó semanas enteras sin dormir, viéndose sin feligresía, sin iglesia y sin dinero.

 

El día de Santa Cecilia

   Fue el señalado para la consagración del nuevo templo. El 22 de noviembre, que aquel año cayó en sábado.

   Ya se había adoptado a la Santa como patrona de la localidad, y por ende de los mineros de la comarca. Por lo que eran, por aquellos días de la consagración de la iglesia, las fiestas principales. Poco después, por aquello de la climatología, se trataron de cambiar a San Miguel, pero no gustó a los mineros de Hiendelaencina y, tras los correspondientes alborotos, el consistorio tuvo que volver a la celebración de Santa Cecilia, en evitación de males mayores. Que ya sabemos que cuando la gente de la sierra se pone brava…

   Las obras se iniciaron, a expensas de los fieles y ricos mineros, en la primavera de 1849. En plena fiebre de la plata. Cuando nada se ponía por delante a las gentes de Hiendelaencina, ni del entorno.

   Claro está que los mineros tampoco eran de mucha misa, aunque conservaban las propias devociones. Muchos de ellos, los más arriscados, provenían de comarcas históricamente mineras; de Ciudad Real, de Valencia o de León, y con ellos se trajeron el espíritu de sus mayores.

   Tampoco, los párrocos de estos contornos, aceptaron de buen grado aquel desparrame de devociones y, sobre todo, la falta de asistencia a los oficios religiosos en días de guardar. Algunos se pusieron de uñas cuando en Hiendelaencina se decretó que, los domingos, en la plaza principal, se celebraría un gran mercado para toda la comarca. E incluso prohibieron el paso por sus tierras, en dirección al mercado.

   El mayor temor del Sr. Obispo y autoridades locales, se centraba en el tiempo. El año fue escaso de aguas y una gran sequía se tendió por media España. Una sequía que en parte se remedió con los primeros días del otoño, que fueron lluviosos en extremo. Pero aquel día de Santa Cecilia de 1851, en Hiendelaencina, a pesar de que no calentó en exceso, lució el sol.

   Desde la ermita, en procesión, se trasladó el Santísimo al nuevo templo, bendecido y consagrado por don Joaquín Fernández Cortina, con la iglesia atiborrada de fieles; don Agustín Barco, Alcalde de la localidad, al frente. Y todavía, a pesar de la amplitud de la nave central, hubo gentes que tuvieron que seguir los oficios desde la plaza. La fiesta duró todo el día, y el siguiente.



 

 

   Don Abelardo Gismera Cortezón, estudioso de la historia de Hiendelaencina, en una de sus más trabajadas obras: “Hiendelaencina y sus minas de plata”, nos ilustra ampliamente sobre la vieja, y la nueva iglesia de Hiendelaencina que todavía, ciento setenta años después, casi pudiéramos decir que luce como el primer día. También nos dice que las obras se ajustaron en nueve mil duros de la época, y se pagaron sin arruinar ningún bolsillo. A pesar de que el paso del tiempo se llevó la plata, y los mineros que soñaron con que, algún día, se harían ricos.  Pero en Hiendelaencina quedó, de entonces acá, una iglesia que recuerda su pasado de plata.

 

Tomás Gismera Velasco / Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 26 de noviembre de 2021

domingo, 1 de diciembre de 2019

HIENDELAENCINA: EL HOMBRE DE PLATA

HIENDELAENCINA: EL HOMBRE DE PLATA
Pedro Esteban Górriz, el hombre que cambió la historia de la provincia


     Don Pedro Esteban, dueño de una figura de marqués, o de intelectual del siglo XIX, hubiese disfrutado llevando entre sus títulos uno acorde a su estampa de caballero hidalgo; descendía de unos cuantos bizarros militares distinguidos a golpe de sable en batallas reñidas por tierras navarras y aragonesas contra el invasor francés, en aquella mal llamada “Guerra de la Independencia” que fue, más que de Independencia, de lucha contra el invasor que trató de imponer, a más de sus reyes, su idioma; entre otras muchas cosas. Su padre fue uno de los más valientes coroneles que sirvió a las órdenes del General Mina por tierras de Aragón. Don Pedro, paseando por las calles de Pamplona, ciudad a la que acudió a rendir las cuentas de sus últimos años de vida, fue conocido como el “Marqués de Hiendelaencina”, título que paseó por cafés y casinos, y dejó en alguno de sus muchos negocios, e incluso en el panteón que eligió para ser enterrado cuando la gloria de la vida dejó paso al recuerdo de la muerte.



   Don Pedro Esteban Górriz, que vivía en el número 22 de la famosa y torera calle de la Estafeta, en la década de 1850 estaba convertido en uno de los mayores inversores de Pamplona. Pocas industrias eran las que la varita mágica de su mano no tocaba: hoteles, bodegas e inversiones en el apasionante mundo del ferrocarril no escaparon a su dinero; un dinero que, además, le confirió las vicepresidencias de la Sociedad Minera Nacional –que presidió el conde de  la Retamosa-, y del Partido Progresista de Navarra, presidido honoríficamente por don Joaquín Aguirre de la Peña, quien tanto se distinguió en la Revolución de 1868. Sus idas y venidas, las de don Pedro Esteban Górriz, a través de España, las recogió la prensa de su tierra con la indicación de que “sabe gastar en beneficio de su país, el dinero que le ha regalado la fortuna”. Y no, no le toco la lotería.

   Si bien es cierto que no nació en la capital; en la provincia de Guadalajara tampoco. Lo hizo en Subiza el 17 de septiembre de 1804, hijo de Lucas Górriz, el coronel del tercer batallón de Voluntarios de Mina que murió en la acción del Carrascal, en las cercanías de Sangüesa, combatiendo contra los franceses en el mes de febrero de 1811.

   También era sobrino de José Górriz, quien sustituyó a su hermano al frente de aquél. José Górriz fue fusilado por los franceses en la Ciudadela de Pamplona en octubre de 1814, hecho este que le hizo merecedor del título de Primer mártir de la Libertad,  y de un acuerdo de las Cortes de 1821 mandando que su nombre se inscribiera en el salón de sesiones del Ayuntamiento de Pamplona.

   Don Pedro Esteban Górriz, nuestro marqués, recibió la más esmerada educación en el colegio que los Padres Escolapios tenían en Sos del Rey Católico (Zaragoza), y muy joven todavía, estuvo agregado –en honor a su apellido- al Estado Mayor del General Mina en Cataluña y Navarra. Concluida la guerra entró al servicio del general y se ocupó, como persona de su confianza que era, de llevar y traer correspondencia entre Mina y sus correligionarios liberales de Navarra, hasta que hecho preso en una de las puertas de Pamplona, fue encarcelado y trasladado a Sevilla y Cádiz, acusado de conspirar contra el gobierno del nefasto Fernando VII. Contaba, don Pedro Esteban, diecisiete años en el momento de su detención, y veintiuno cuando obtuvo la libertad y contrajo matrimonio con Dolores de Moreda.

   Antes de arribar a Guadalajara, capital, montó alguna que otra industria por Talavera, Madrid y Sevilla. Industrias relacionadas con la perfumería, los tintes y los estampados que no le fueron del todo bien; pues tanto dinero como invirtió en ellas, procedente del patrimonio de su esposa, tanto dinero perdió. Por lo que optó por hacerse Agrimensor. Título que obtuvo en la década de 1830. Con él se presentó en nuestra capital para ejercer el honroso cargo para el que fue nombrado.

   En los montes de esta provincia se hallaba en labores propias de su profesión, cuando se le presentó un emigrado político pidiéndole amparo para librarse de las persecuciones que sufría. Pedro Esteban Górriz, ciertamente, le protegió y le salvo, pero esta acción tuvo un alto precio para el navarro, el de la privación de su libertad durante cuatro años; el embargo de su mobiliario, y el verse envuelto en un complejo proceso judicial. La condena la cumplió en la prisión de Rioseco, en donde ejerció de escribiente hasta que fue indultado; mientras su mujer e hijos estuvieron residiendo, o penando la vida y malviviendo, en Sigüenza.

   Hay que decir que desde muy niño mostró una gran afición por la mineralogía; esto, y su carácter emprendedor, le llevaron a recorrer y a analizar los montes de nuestra tierra.

   La sorpresa la encontró el navarro en el término municipal de Hiendelaencina cuando realizaba aquí unas exploraciones del terreno, como parte de su oficio. Allí, en aquellas tierras, encontró unos importantes yacimientos de plata que rápidamente los convirtió en minas. Inscribió en el registro las de Santa Cecilia, Suerte y Fortuna. Y comenzó a hacerse rico. Muy rico. Mucho más cuando, tras darse a conocer los hallazgos primeros, los grandes inversores comenzaron a llegar a Hiendelaencina. Don Pedro Esteban, que registró a su nombre los mejores terrenos, comenzó a vender participaciones y, al final, todo el accionariado de sus sociedades por astronómicas cantidades para aquellos lejanos tiempos. Tanto dinero reunió que llegó a convertirse en una de las personas de mayor capital de España. Convirtiéndose en un mito viviente.

   Aquellos dos o tres primeros pozos que don Pedro registró el 14 de junio de 1844, Santa Cecilia, Suerte y Fortuna, al año siguiente se habían multiplicado hasta llegar a los cerca de dos centenares.

   Y no, no sólo invirtió en Hiendelaencina en el mundo de la minería con aquel capital que comenzó a llenar sus arcas; también lo hizo en las poblaciones aledañas, e incluso en Barbatona, donde registró un pozo con el nombre de “Virgen de la Salud” –no podía llamarse de otra manera-. En Alcuneza explotó el carbón, y en Navarra el hierro y el cinabrio. Dirigió y fundó periódicos, e incluso fue concejal del Ayuntamiento de Pamplona durante largos años. Mucho antes de que su nieto,  don Javier, llegase a la alcaldía.

   La leyenda, a su muerte,  continuó, dando cuenta de que había descubierto las minas de plata de Hiendelaencina por casualidad, o por inspiración divina, que no fue tal. Al tiempo que se llegó a decir que cuando llegó a Hiendelaencina era poco menos que un pobrecito sin arte ni oficio. Sus hijos se encargaron de desmentir todo aquello, dando cuenta de la nobleza de su estirpe y de que las minas no se descubrieron por casualidad, sino tras un estudio laborioso y concienzudo.







   Hijos que se encargaron de ir dilapidando poco a poco la fortuna que logró nuestro gran hombre. Como suele suceder, en ocasiones se llega a pensar que el dinero, cuando es mucho, no se acabará, pero sí que se termina. Del hijo dilapidador, dedicado a la vida hermosa y bella de vivir del cuento, en el sentido literal de la palabra, pues fue algo así como escritor y actor de teatro, además de poeta, nos dejó un hermoso retrato otro de sus casi paisanos, don Pío Baroja; sus escritos los firmó como “Pedro Górriz (hijo)”; Baroja también retrató a sus hijas (las del escritor), nietas de nuestro descubridor, Eloísa e Isolina. De la hija de don Pedro apenas quedó otro rastro que el nombre de su marido, don Claudio Arvizu, oficial del Ayuntamiento de Pamplona; y el de su nieto, don Javier de Arbizu y Górriz, nacido en la casa de los marqueses de San Adrián, en Tudela, y que llegó a ocupar la alcaldía de la capital navarra.

   Al morir don Pedro Esteban de Górriz y Artazcoz, ya era viudo de doña Dolores Moreda, fallecida en 1865; y se encontraba asociado, en alguno de sus negocios, con aquel capitán Muñoz que recibió el título nobiliario de Duque de Riansares al casarse con la reina madre viuda –de don Fernando VII-, doña María Cristina. Al morir, decía, se le calculaba una fortuna de 3.000.000 de reales.    

   Falleció en Pamplona, el 10 de septiembre de 1870 y fue enterrado al día siguiente en su propio panteón. Un panteón que, pasados los años, y abandonado, fue utilizado para recibir el cuerpo de otro grande de la historia navarra, don Martín Melitón Pablo de Sarasate.

   Don Pedro Esteban Górriz nunca lo recibió, pero pasó a la historia de su tierra como el “Marqués de Hiendelaencina”. Y en nuestra tierra, en Hiendelaencina, dejó su nombre para la historia. Había descubierto sus minas de plata. Logrado que, aunque fuese a través de otros socios, se transformase un pueblo. Y su nombre se inscribió en la piedra; en aquella que, todavía hoy, dice lo de: “Santa Cecilia, primera mina de plata descubierta en este término por don Pedro Esteban Goriz en 2 de junio de 1844”. Y su rastro aún se puede seguir, a través de su Museo de la Plata.


Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara

viernes, 29 de noviembre de 2019

ASUNCIÓN VELA, LA MAESTRA QUE CREÓ ESCUELA

ASUNCIÓN VELA, LA MAESTRA QUE CREÓ ESCUELA
Natural de Hiendelaencina dedicó su vida a la enseñanza de la mujer


      Cuando nació doña Asunción Vela López, en el año de gracia de 1862, era Hiendelaencina, sin temor a equivocarnos, la población más bullicioso de la provincia de Guadalajara. Una población que aspiraba a arrebatar el puesto de capital de provincia a la hasta entonces capital de provincia; puesto que era la que más crecía y, también, la que más riqueza generaba. Las autoridades municipales de la década de 1850, al no lograr la concesión de la capitalidad provincial intentaron arrebatar a Atienza la cabecera de partido, y esto sí que estuvieron a punto de lograrlo, aunque se quedaron a las puertas.

    Quizá por aquel intento de ser más que la propia Guadalajara, las autoridades provinciales no dieron el visto bueno a que por la comarca se trazase una línea férrea que hubiese sido un fuerte estímulo para el desarrollo de la Serranía guadalajareña. Las autoridades provinciales negaron aquel avance porque supusieron que quienes más beneficio obtendrían del ferrocarril serrano serían los franceses e ingleses que comenzaban a invertir en la minería de la plata. Los extranjeros en resumidas cuentas, y así nos fue a todos.



   Cuando nació doña Asunción Vela apenas hacía quince años que se habían descubierto aquellos filones de plata que harían figurar a Hiendelaencina en los medios de prensa de toda Europa.

   En aquellos quince años había cambiado prácticamente la totalidad de la fisonomía del municipio, creciendo sin cesar hacia lo alto. Dejando atrás las clásicas casas de paredes y tejados de pizarra para levantar las que más parecían palacetes en torno a una plaza Mayor de dimensiones considerables, casi de tamaña extensión a la de la capital del reino; e incluso levantando en tiempo récor una nueva iglesia, en la que doña Asunción recibió las aguas del bautismo. Cuando por sus calles se paseaban don Antonio Orfila y don Pedro Esteban Górriz, quien puestos a pretender, como las autoridades hiciesen, pretendió el marquesado de Hiendelaencina que, a pesar de no ostentarlo oficialmente, como marqués de Hiendelaencina fue conocido por sus coetáneos, en gracia al beneficio que produjeron sus descubrimientos.

   Fue doña Asunción, sin duda, una mujer de carácter, como eran las mujeres que comenzaron a destacar a la vida cultural en el último tercio del siglo XIX en la provincia y fuera de ella. Y es que en aquellos tiempos, para alcanzar el éxito, no había más remedio que tener carácter, ante todo cuando ha de quedar para la posteridad, como quedó de doña Asunción, una extensa biografía, para ejemplo de lo que con tesón y esfuerzo se puede lograr.

   Si tomamos la breve biografía que sobre ella se publica en la Fundación Fernando de Castro, podemos leer: Nacida en Hiendelaencina (Guadalajara), en 1862,  estudió en la Escuela de Institutrices de la Asociación, donde obtuvo su título en 1877. Desde 1883 fue profesora de varias asignaturas. A partir de 1889 desempeñó sin interrupción el cargo de Secretaria de las Escuelas, hasta su fallecimiento en Madrid, en 1938.

   Y es que, en aquellos años, la mayoría de las mujeres que destacaron en la vida social o cultural se dedicaron a aquel oficio, el de la enseñanza. Para la mayoría de mujeres que buscaban estudios superiores no los encontraban más allá, teniendo que conformarse con ser institutriz, maestra o, como algo de mayor relieve, poeta.

   Mucha más extensa que la facilitada por la Fundación a la que doña Asunción dedicó la mitad de su vida es la biografía que sobre ella escribió el profesor Juan Pablo Calero Delso publicada, entre otros medios, en la revista digital Atienza de los Juglares –número 61, junio 2014:

    “Asunción Vela López nació en la localidad alcarreña de Hiendelaencina en el año 1862, en pleno apogeo de la explotación minera, y falleció en Madrid en 1938. No sabemos mucho de su familia, aunque hemos encontrado noticias de una pensión militar de la que era beneficiaria.

   Siendo casi una niña se trasladó a Madrid, y desde tan temprana edad mostró un notable interés por la cultura. Según declaraba ella misma, asistió a las clases para mujeres que, por iniciativa de Fernando de Castro, se impartieron en el Ateneo de Madrid a partir de 1869. Desde entonces, tuvo como maestros al citado Fernando de Castro y, muy particularmente, a Gumersindo de Azcárate, desarrollando una labor pedagógica tan pionera como meritoria dentro del marco ideológico del krausismo…”

   Y, todavía, con fecha 21 de mayo de 1931, leemos sobre nuestra paisana en el periódico Las Provincias, con motivo de un homenaje que se le tributa junto a la también profesora Clementina Albéniz, motivado por la concesión gubernamental de la Medalla de plata al Mérito en el Trabajo, que la obra de ambas, la que quedaría para la posteridad, dio comienzo en Madrid, en la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, en cuya escuela primaria aprendieron muchas mujeres de su tiempo las primeras letras. Mujeres que pasarían posteriormente a ejercer la misma profesión de su maestra. Puesto que doña Asunción Vela, al igual que doña Clementina Albéniz, hermana del famoso compositor fue, por encima de todo, maestra de maestras.

   A aquel Centro de Cultura Femenina, la Asociación para la Enseñanza de la mujer, dedicó doña Asunción Vela López la mayor parte de su vida. En ella entró siendo niña para cursar la instrucción primaria, después la carrera de Institutriz, y allí se preparó para obtener, como alumna libre, el título de Maestra de Primera Enseñanza Superior. Después continuaría sus estudios para obtener el de Profesora de Comercio, y en 1883 los especiales de Correos y Telégrafos, siempre, según costumbre de los tiempos, con singular aprovechamiento.

   Más tarde se especializó en la Pedagogía Froebeliana y en todo lo concerniente a la enseñanza de párvulos, hasta que en el mes de julio de 1887 fue nombrada, por concurso, Secretaria contadora de la Asociación, cargo creado en esa fecha y que años después se dividió en dos, quedando Asunción Vela como Secretaria, cargo en el que se mantuvo por espacio de cincuenta años, mientras que el de contadora recayó en numerosas compañeras. Lo simultaneó con una intensa labor profesional dentro de la Asociación, en donde fue profesora de Aritmética, Geografía e Historia de España; más tarde Directora de las Escuelas de la Mujer y profesora de Historia Universal en la de Institutrices, a propuesta también de don Gumersindo Acárate.

   En 1888 fue nombrada profesora de las asignaturas de Historia Sagrada, Religión, Higiene e Historia de España en la Escuela Preparatoria, distinguiéndose, a la vez que por su magnífica actuación en el Congreso Pedagógico Hispano Portugués, por sus actividades e iniciativas en pro del mejoramiento de la Enseñanza privada cuando en noviembre de 1907 fue nombrada vocal de la Comisión técnica auxiliar de las escuelas primarias, creada por aquella fecha.

   Esta es, a grandes rasgos, nos decían sus alumnas en el momento de aquel gran homenaje, la existencia austera de abnegación y de sacrificio, de desinterés y de labor continua que, por la noble causa de la cultura femenina se ha impuesto como un ideal la profesora doña Asunción Vela López, quien durante medio siglo ha hecho del estudio y de la enseñanza las ocupaciones supremas y predilectas de toda su vida. 





   El 22 de enero de 1931 se le impuso la Medalla de Plata al Mérito del Trabajo, junto a Clementina Albéniz, dos de las primeras mujeres en recibir tan alta distinción, tras la también alcarreña Vicenta Ortiz Cuesta, cuya memoria ya trazamos en estas mismas páginas de Nueva Alcarria el pasado 8 de marzo.

   Tanto a Clementina Albéniz como a Asunción Vela la Medalla les fue impuesta por el  entonces Ministro de Trabajo, don Pedro Sangro y Ros de Olano, a petición del Claustro de Profesores y alumnos de la Asociación para la Enseñanza de la mujer.

   Dos mujeres, Asunción Vela y Clementina Albéniz, cuyas vidas se cruzaron en esta Guadalajara que tantas cosas tiene que contar, y a cuya provincia estuvieron unidas hasta sus últimos días. Doña Asunción murió en Madrid, soltera y sin descendencia; doña Clementina contrajo matrimonio con un guadalajareño, de Alcolea del Pinar, don Víctor Ruiz Rojo, médico de profesión.

   Nada mejor, en días en los que se recuerda la lucha de la mujer por sus derechos, que memorar la lucha por el futuro de una gran mujer pionera en lo suyo, Asunción Vela.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara,
  

TIEMPOS DE FERIAS

  TIEMPOS DE FERIA. M emoria de las ferias de otoño, en la provincia       Cualquier estudio que tomemos en torno a las ferias, nos dirá...